CARTA
DE LA DIRECTORA
Defender
la vida
Desde
tiempos ancestrales, el principio que ha regido las relaciones
políticas internacionales ha sido fundamentalmente el del
poder y la fuerza. La historia moderna de nuestra civilización
es un pasaje de acontecimientos donde los países más
poderosos invaden y someten a los más débiles para
imponer sobre ellos sus intereses, sus creencias, mitos y culturas
y apoderarse de sus tierras, recursos económicos y riqueza.
El principio de la fuerza siempre niega al otro en su derecho
a la individualización, al ser diferente, al derecho de
existir. En el siglo pasado esta visión autoritaria y dictatorial
que justifica la destrucción para alcanzar ideales supremos
llegó a las fronteras de la catástrofe. Los horrores
de la segunda guerra mundial y del holocausto, el uso de bombas
atómicas en Hiroshima y Nagasaki sobre la población
civil, la polarización internacional entre socialismo y
capitalismo donde cada bando se ubicaba en el lado del bien y
veían al otro como la personificación del mal, condujo
a reiteradas situaciones trágicas ejecutadas todas en nombre
de un bien supremo. Los horrores y humillaciones del estalinismo
se encuentran con los horrores y humillaciones de lo ocurrido
en la guerra en Vietnam. El exterminio de la población
en Camboya por el régimen de Pol Pot, se encuentra con
el exterminio de la población indígena en Guatemala.
Así podríamos continuar y los ejemplos seguirían
apareciendo en nuestras mentes como un espejo que nos muestra
nuestra propia capacidad de destrucción.
El
principio de la fuerza en las relaciones internacionales, a lo
largo de la historia, se ha visto acompañado por un desarrollo
magnificado y sofisticado del armamentismo. De suerte tal, que
el uso de la fuerza constituye hoy una seria amenaza de proporciones
inimaginables de destrucción de la vida en el planeta.
Sin
embargo, en la historia de la humanidad también encontramos
entregas por la vida y rechazo rotundo a la destrucción.
Contamos con innumerables seres humanos que apoyaron a auténticos
líderes políticos y genuinos estrategas de la civilización
de la humanidad, como lo fueron Mahatma Gandhi, Martin Luther
King, y hoy, Nelson Mandela y Juan Pablo II. Personajes que reivindicaron
la razón fundamentada en valores universales, el diálogo
y el perdón, que buscaron la paz respetando al otro y convenciéndolo
de su derecho inalienable de vivir su propia identidad genética,
social, cultural y religiosa con la misma libertad para todos.
Auténticos pioneros y forjadores de una cultura nacional
e internacional de la paz.
Hoy
los riesgos se han incrementado: tras los atentados terroristas
del 11 de septiembre en Nueva York y Washington, la humanidad
se encuentra en una de las encrucijadas más difíciles
de la historia. Después de 1962 aparece nuevamente el escenario
de una escalada de destrucción que pudiera poner en riesgo
la vida misma del planeta.
En
este panorama de confrontación aparecen, por un lado, el
terrorismo, que aunque siempre numéricamente minoritario,
tiene demostrada capacidad de destruir vidas, símbolos
y proyectos y la posibilidad de sacar de toda proporción
su destrucción, si recurren a armas químicas, bacteriológicas
o nucleares. Por el otro lado, aparecen los Estados, cuyos jefes
de gobierno, no sólo han externado la solidaridad con el
pueblo norteamericano y su gobierno, sino además han tomado
la decisión de apoyar la declaración del presidente
George W. Bush de los Estados Unidos en el sentido de que los
atentados constituyen el inicio de la primera guerra del
siglo XXI, bajo el ultimátum de que los países
o están con nosotros o están con el terrorismo.
Escenarios de guerra internacionales presagian con sus desplazamientos
armamentistas una inminente escalada de largos enfrentamientos
y destrucción.
El único jefe de Estado que ha expresado una posición
distinta frente a los atentados terroristas del 11 de septiembre
ha sido el papa Juan Pablo II que en su gira a Kasajstán,
país que formó parte de la extinta Unión
Soviética, ubicado en la zona de conflicto cerca de Afganistán
hizo un vigoroso llamado a favor de la paz en el mundo y a la
no división entre cristianos y musulmanes. Su pronunciamiento
fue determinante contra el odio, el fanatismo y el terrorismo,
pero también contra la guerra.
El
mundo, ciertamente ha cambiado. La globalización económica,
el desarrollo de los medios de comunicación y la disponibilidad
de la informatización, acerca vertiginosamente el espacio
de las relaciones económicas, financieras, comerciales
y culturales. Pero este acercamiento es integral, es total y es
global, sobre todo si hay de por medio grandes intereses económicos
y políticos, que convierten los conflictos, los problemas
y los intereses encontrados, en eventos cercanos. La población
vive con proximidad problemáticas extranjeras, de las que
antes apenas se tenía noticia. Ante este riesgo y esta
oportunidad nos encontramos. Historias de pueblos muy distantes
y en algunos casos apenas conocidos irrumpen en la historia de
los países con tal fuerza que con el tiempo aparecerán
como si fueran propias.
Por
ello, en la actualidad, el reto de las civilizaciones que integran
la humanidad es enorme ante el recrudecimiento de la compleja
problemática mundial, pues no contamos con las instituciones
adecuadas que nos permitan procesar constructivamente los efectos
y consecuencias del mundo globalizado. El conflicto delMedio Oriente
entre palestinos e israelitas, desde el inicio, desborda las fronteras
y aparece como un conflicto entre musulmanes y judíos para
convertirse después en un conflicto entre sus respectivos
aliados y, en la actualidad, alcanzar el rango de global, mundial.
La
historia nos ha llevado a esta encrucijada. No podemos detener
el desarrollo de la tecnología, de su impacto en los medios
de comunicación, de la cibernética, el transporte,
la producción. Pero lo que sí podemos es administrarla,
planificarla y ponerla al servicio de la vida en el mundo. El
riesgo de guerra generalizada es muy grande. Pero a su vez hay
razones para pensar que la espiral de la irracionalidad, que sólo
atiende intereses de corto plazo, pueda detenerse con el surgimiento
de liderazgos lúcidos y la participación de los
pueblos y sus organizaciones para crear formas de cooperación
nuevas entre los países y al interior de cada nación.
La creación del Estatuto Militar Internacional suscrito
en 1945, la creación de la Organización de las Naciones
Unidas y la Declaración Universal de los Derechos del Hombre
en 1948, el Tratado de Roma en 1998 que aprueba la creación
de un Tribunal Penal Permanente Internacional para sancionar el
genocidio y los crímenes de lesa humanidad son realidades
que testifican la presencia de un rostro humano nunca olvidado.
El trayecto es inevitable. Necesariamente la globalización
nos ha conducido a la impostergable tarea de construir un nuevo
orden económico internacional que debe encontrar, con respeto
a las diversas culturas, cómo administrar equitativamente
la distribución de la riqueza entre los países.
Un orden que aproveche el progreso tecnológico para voltear
la vista hacia al polo atrasado y crear las condiciones para acercarlo.
La casa es de todos. Por ello, es igualmente importante continuar
avanzando hacia la integración de un nuevo orden jurídico
internacional que excluya la guerra y establezca las formas de
cooperación y concertación en la solución
de los conflictos entre los pueblos, capaz de garantizar la paz
en el mundo y el respeto, la libertad y el derecho a la vida de
las diferentes naciones y del ser humano.
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