REVISTA DE CIENCIAS SOCIALES DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE NUEVO LEÓN
AÑO4 NÚMERO 7 y 8 SEPTIEMBRE 2001- ABRIL 2002

CARTA DE LA DIRECTORA

Defender la vida

Desde tiempos ancestrales, el principio que ha regido las relaciones políticas internacionales ha sido fundamentalmente el del poder y la fuerza. La historia moderna de nuestra civilización es un pasaje de acontecimientos donde los países más poderosos invaden y someten a los más débiles para imponer sobre ellos sus intereses, sus creencias, mitos y culturas y apoderarse de sus tierras, recursos económicos y riqueza. El principio de la fuerza siempre niega al otro en su derecho a la individualización, al ser diferente, al derecho de existir. En el siglo pasado esta visión autoritaria y dictatorial que justifica la destrucción para alcanzar ideales supremos llegó a las fronteras de la catástrofe. Los horrores de la segunda guerra mundial y del holocausto, el uso de bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki sobre la población civil, la polarización internacional entre socialismo y capitalismo donde cada bando se ubicaba en el lado del bien y veían al otro como la personificación del mal, condujo a reiteradas situaciones trágicas ejecutadas todas en nombre de un bien supremo. Los horrores y humillaciones del estalinismo se encuentran con los horrores y humillaciones de lo ocurrido en la guerra en Vietnam. El exterminio de la población en Camboya por el régimen de Pol Pot, se encuentra con el exterminio de la población indígena en Guatemala. Así podríamos continuar y los ejemplos seguirían apareciendo en nuestras mentes como un espejo que nos muestra nuestra propia capacidad de destrucción.

El principio de la fuerza en las relaciones internacionales, a lo largo de la historia, se ha visto acompañado por un desarrollo magnificado y sofisticado del armamentismo. De suerte tal, que el uso de la fuerza constituye hoy una seria amenaza de proporciones inimaginables de destrucción de la vida en el planeta.

Sin embargo, en la historia de la humanidad también encontramos entregas por la vida y rechazo rotundo a la destrucción. Contamos con innumerables seres humanos que apoyaron a auténticos líderes políticos y genuinos estrategas de la civilización de la humanidad, como lo fueron Mahatma Gandhi, Martin Luther King, y hoy, Nelson Mandela y Juan Pablo II. Personajes que reivindicaron la razón fundamentada en valores universales, el diálogo y el perdón, que buscaron la paz respetando al otro y convenciéndolo de su derecho inalienable de vivir su propia identidad genética, social, cultural y religiosa con la misma libertad para todos. Auténticos pioneros y forjadores de una cultura nacional e internacional de la paz.

Hoy los riesgos se han incrementado: tras los atentados terroristas del 11 de septiembre en Nueva York y Washington, la humanidad se encuentra en una de las encrucijadas más difíciles de la historia. Después de 1962 aparece nuevamente el escenario de una escalada de destrucción que pudiera poner en riesgo la vida misma del planeta.

En este panorama de confrontación aparecen, por un lado, el terrorismo, que aunque siempre numéricamente minoritario, tiene demostrada capacidad de destruir vidas, símbolos y proyectos y la posibilidad de sacar de toda proporción su destrucción, si recurren a armas químicas, bacteriológicas o nucleares. Por el otro lado, aparecen los Estados, cuyos jefes de gobierno, no sólo han externado la solidaridad con el pueblo norteamericano y su gobierno, sino además han tomado la decisión de apoyar la declaración del presidente George W. Bush de los Estados Unidos en el sentido de que los atentados constituyen “el inicio de la primera guerra del siglo XXI”, bajo el ultimátum de que los países “o están con nosotros o están con el terrorismo”. Escenarios de guerra internacionales presagian con sus desplazamientos armamentistas una inminente escalada de largos enfrentamientos y destrucción.
El único jefe de Estado que ha expresado una posición distinta frente a los atentados terroristas del 11 de septiembre ha sido el papa Juan Pablo II que en su gira a Kasajstán, –país que formó parte de la extinta Unión Soviética, ubicado en la zona de conflicto cerca de Afganistán– hizo un vigoroso llamado a favor de la paz en el mundo y a la no división entre cristianos y musulmanes. Su pronunciamiento fue determinante contra el odio, el fanatismo y el terrorismo, pero también contra la guerra.

El mundo, ciertamente ha cambiado. La globalización económica, el desarrollo de los medios de comunicación y la disponibilidad de la informatización, acerca vertiginosamente el espacio de las relaciones económicas, financieras, comerciales y culturales. Pero este acercamiento es integral, es total y es global, sobre todo si hay de por medio grandes intereses económicos y políticos, que convierten los conflictos, los problemas y los intereses encontrados, en eventos cercanos. La población vive con proximidad problemáticas extranjeras, de las que antes apenas se tenía noticia. Ante este riesgo y esta oportunidad nos encontramos. Historias de pueblos muy distantes y en algunos casos apenas conocidos irrumpen en la historia de los países con tal fuerza que con el tiempo aparecerán como si fueran propias.

Por ello, en la actualidad, el reto de las civilizaciones que integran la humanidad es enorme ante el recrudecimiento de la compleja problemática mundial, pues no contamos con las instituciones adecuadas que nos permitan procesar constructivamente los efectos y consecuencias del mundo globalizado. El conflicto delMedio Oriente entre palestinos e israelitas, desde el inicio, desborda las fronteras y aparece como un conflicto entre musulmanes y judíos para convertirse después en un conflicto entre sus respectivos aliados y, en la actualidad, alcanzar el rango de global, mundial.

La historia nos ha llevado a esta encrucijada. No podemos detener el desarrollo de la tecnología, de su impacto en los medios de comunicación, de la cibernética, el transporte, la producción. Pero lo que sí podemos es administrarla, planificarla y ponerla al servicio de la vida en el mundo. El riesgo de guerra generalizada es muy grande. Pero a su vez hay razones para pensar que la espiral de la irracionalidad, que sólo atiende intereses de corto plazo, pueda detenerse con el surgimiento de liderazgos lúcidos y la participación de los pueblos y sus organizaciones para crear formas de cooperación nuevas entre los países y al interior de cada nación. La creación del Estatuto Militar Internacional suscrito en 1945, la creación de la Organización de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos del Hombre en 1948, el Tratado de Roma en 1998 que aprueba la creación de un Tribunal Penal Permanente Internacional para sancionar el genocidio y los crímenes de lesa humanidad son realidades que testifican la presencia de un rostro humano nunca olvidado.


El trayecto es inevitable. Necesariamente la globalización nos ha conducido a la impostergable tarea de construir un nuevo orden económico internacional que debe encontrar, con respeto a las diversas culturas, cómo administrar equitativamente la distribución de la riqueza entre los países. Un orden que aproveche el progreso tecnológico para voltear la vista hacia al polo atrasado y crear las condiciones para acercarlo. La casa es de todos. Por ello, es igualmente importante continuar avanzando hacia la integración de un nuevo orden jurídico internacional que excluya la guerra y establezca las formas de cooperación y concertación en la solución de los conflictos entre los pueblos, capaz de garantizar la paz en el mundo y el respeto, la libertad y el derecho a la vida de las diferentes naciones y del ser humano.


Revista Trayectorias
trayectorias@uanl.mx
Av. Lázaro Cardenas Ote. y Paseo de la Reforma s/n
C.P. 64930, Monterrey, N.L.