CARTA
DE LA DIRECTORA
Memorias,
voces, compromiso
Desde
la fundación de la Organización de las Naciones
Unidas en 1948 se consideró, dentro de sus planteamientos
originales, el respeto a los derechos de las minorías y
particularmente de los grupos indígenas de cada uno de
los países miembros.
Sin embargo, con el surgimiento de la Guerra Fría y la
estructura de poder bipolar internacional, estos derechos fueron
prácticamente ignorados, debido a que las prioridades obedecían
fundamentalmente a las estrategias de consolidación y ampliación
del poder en las respectivas áreas de influencia, sin importar
del todo los métodos utilizados para conseguir dichos objetivos.
Tal fue el caso de Guatemala y su política de tierra arrasada
en los sesenta y setenta, en el contexto general de la política
de contrainsurgencia que se extendió en toda América
Latina.
Sin considerar los incipientes intentos instrumentados por el
gobierno norteamericano del presidente Carter durante el periodo
comprendido entre 1976 y 1980, de incluir en las relaciones bilaterales
el respeto a los derechos humanos, no fue sino hasta épocas
posteriores cuando las condiciones se volvieron propicias para
retomar con mayor intensidad y consistencia el respeto a los derechos
referidos.
Con
la caída del muro de Berlín (término de la
Guerra Fría) junto con los avances tecnológicos
en materia de comunicación en el ámbito internacional
y el proceso de globalización mundial emergente; los derechos
humanos y el respeto a las diferentes etnias de cada país
cobraron particular relevancia. Dentro de este contexto, distintos
eventos inéditos aparecieron en el escenario. Entre otros,
podríamos citar el Convenio 169 de la Organización
Internacional del Trabajo (OIT) dedicado al reconocimiento de
los derechos y cultura de los pueblos indígenas, donde
convoca a los países miembros a reconocerse como naciones
multiétnicas y multiculturales con plena autonomía
de sus pueblos bajo una sola soberanía de la nación;
y el Tratado de Roma, impulsado por las Naciones Unidas en 1998,
que crea el Tribunal Penal Permanente Internacional con jurisdicción
universal para sancionar el genocidio y otros crímenes
contra la humanidad. Sin embargo, el proceso de globalización
económica, condicionado por políticas neoliberales,
ha generado una mayor disparidad entre las naciones y una polaridad
social magnificada al interior de cada uno de los países
involucrados. En este sentido, a los países en vías
de desarrollo, la globalización se impone con contradicciones
irreconciliables: por una parte, se instrumenta una polítican
económica que magnifica la ya instalada injusticia social
y, por otra, se exige como parte de la modernidad, avances progresivos
en materia de democracia política, es decir, cada vez participan
más en política los excluidos en el ámbito
económico.
En
el caso particular de México, a partir de 1985 se sentaron
las bases para un proceso de participación acelerada en
la globalización. La nueva política económica
centrada en la apertura comercial, el retraimiento del Estado
y la supremacía del mercado, marcaron años de polarización
social y de espejismos inventados, que mostraron su rostro verdadero
en 1994. En el sureste mexicano, en el estado de Chiapas, el 1
de enero de ese año, el Ejército Zapatista de Liberación
Nacional (EZLN) se levanta en armas e irrumpe en el escenario
nacional, con los reclamos ancestrales de los pueblos indígenas
de México. El EZLN toma militarmente cuatro ciudades importantes
del estado de Chiapas y declara no reconocer el gobierno ilegítimo
de México, convoca a la sociedad civil a establecer un
sistema auténticamente democrático, reclama los
derechos postergados de los pueblos indígenas, y manifiesta
su inconformidad con el recién firmado Tratado de Libre
Comercio (TLC), por ser el instrumento que prometía a la
sociedad mexicana el ingreso al primer mundo, pero que en la realidad,
aumenta para la mayor parte de los mexicanos y, en particular
para los pueblos indígenas, sus niveles de abandono y de
pobreza.
La
acelerada imposición del nuevo modelo económico,
la profunda crisis de descomposición del régimen
autoritario y manejos coyunturales muy desa- fortunados condujeron
a una crisis económica a finales de 1994 y durante 1995,
que marcaría la aceleración de la desarticulación
del régimen. Con la instrumentación del nuevo modelo
económico y la firma del TLC, el gobierno que iniciara
su mandato en 1994, tras una crisis muy severa, proporcionó
un impulso a la política de crecimiento basado en las exportaciones,
debilitó el sistema de cadenas productivas, abandonó
a su suerte al sector agropecuario, agudizó el deterioro
de los niveles de vida de los sectores medios y populares, amplió
la crisis educativa y asumió el rescate del sistema financiero
que endeudó a las futuras generaciones de mexicanos con
montos incuantificables. No es coincidencia que a partir de entonces
los partidos de oposición hayan avanzado progresivamente
en los comicios electorales. Para el periodo de las elecciones
presidenciales y de las Cámaras de Diputados y de Senadores
en el año 2000, el pueblo de México deseaba un cambio.
Con el propósito de lograr presencia electoral, los partidos
políticos en contienda se movieron hacia el centro y finalizaron
con el voto mayoritario para el candidato del Partido Acción
Nacional a la presidencia de la república y un voto dividido
para las Cámaras del Congreso. La ubicación de la
inmensa mayoría de los actores en el centro del ámbito
político, los ha dejado a todos con cuestionables interlocutores.
En este sentido, el EZLN, con su inequívoca posición
radical, se ha convertido en el interlocutor válido de
amplios sectores progresistas frente al gobierno.
En
realidad, la política económica que busca instrumentar
el nuevo gobierno es la misma del régimen anterior. Estrategias
de mercadotecnia y esperanzas colectivas inconscientes han generado
una vez más esperanzas ilusorias en la transición
democrática. Por lo anterior, la marcha programada por
el EZLN en febrero-marzo de 2000 desde Chiapas hasta el Distrito
Federal, con el propósito de apoyar ante el Congreso las
iniciativas de ley de la Comisión de Concordia y Pacificación
(COCOPA), propuestas en febrero de 1996 como resultado de los
Acuerdos de San Andrés, abren el espacio político
para la realización de diálogos ciertos entre interlocutores
verdaderos.
Ciertamente, los Acuerdos de San Andrés y la propuesta
de ley de la COCOPA constituyen una de las experiencias políticas
más destacadas en el proceso de construcción de
una auténtica democracia. En ese proceso se ha conformado
una nueva cultura democrática donde las acciones del gobierno,
plasmadas en la ley de la COCOPA, son el resultado de una amplia
consulta, debates amplios y honestos entre los sectores involucrados.
En la coyuntura de cambio que se concretó el 2 de julio,
un mérito insoslayable es la acción política
del presidente Vicente Fox de enviar al Congreso la ley de la
COCOPA para su discusión y aprobación. Un amplio
consenso se ha generado ante esta acción. La legislación
sobre los derechos de los pueblos indígenas es hoy uno
de los aspectos centrales de la agenda nacional. La mayoría
de los actores políticos y sociales han reconocido que
la nación tiene una deuda social y pública con los
pueblos indígenas. Hoy se hablan 62 lenguas y existen 64
etnias indígenas con una población de 10.5 millones
en México. En ese sentido se ha abierto una coyuntura especial
en donde todo el país está convocado a participar
en la responsabilidad de hacer justicia a los pueblos originarios
de México, a vivir en la diversidad reconociendo al otro
y defender el principio de participar en la
sociedad con derechos y oportunidades iguales.
El
centro de la iniciativa de la ley de la COCOPA es el reconocimiento
de los pueblos indígenas, de sus usos y costumbres mediante
el ejercicio de la autonomía, así como su aceptación
como figura colectiva con personalidad jurídica. Esto significa,
para los mexicanos, vincularse a los cambios de mentalidad que
las nuevas tendencias internacionales están construyendo,
impulsados por los decretos de las Naciones Unidas y a los que
México se sumó al firmar el Convenio 169 de la OIT
y al concretar en 1992 una reforma constitucional al artículo
4° donde quedó establecido que: La nación
mexicana tiene una composición pluricultural sustentada
originalmente es sus pueblos indígenas y tiene por
objeto proteger y promover el desarrollo de sus lenguas,
culturas, usos, costumbres, recursos y formas específicas
de organización social de los pueblos indígenas;
garantizando a sus integrantes el efectivo acceso a la jurisdicción
del Estado. Es decir, la sociedad está convocada
a abandonar el viejo concepto del Estado mexicano. Ésta
es una actualización colectiva prioritaria para el fortalecimiento
de la democracia.
La
transición democrática de un sistema autoritario
a un sistema democrático implica una transformación
sustancial por medios pacíficos, legales e institucionales
de nuevas acciones y mentalidades con base en el establecimiento
de acuerdos y pactos entre todos los participantes en el proceso.
El 2 de julio del 2000 asignó triunfos electorales que
habrán de constituirse en estructuras reales de poder.
El reclamo del EZLN es el reclamo de la justicia social y el rechazo
a las políticas económicas que amplían y
profundizan esa condición. Desde el México ancestral
nos decimos a nosotros mismos que una política económica
que aumenta las polaridades sociales y regionales es contraria
a todo esfuerzo de modernización. Avanzar hacia un régimen
democrático que opere con justicia y equidad es el gran
reto de nuestro tiempo.
|