REVISTA DE CIENCIAS SOCIALES DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE NUEVO LEÓN
AÑO 3 NÚMERO 4/5 SEPTIEMBRE 2000-ABRIL 2001

CARTA DE LA DIRECTORA

                                        Memorias, voces, compromiso

Desde la fundación de la Organización de las Naciones Unidas en 1948 se consideró, dentro de sus planteamientos originales, el respeto a los derechos de las minorías y particularmente de los grupos indígenas de cada uno de los países miembros.
Sin embargo, con el surgimiento de la Guerra Fría y la estructura de poder bipolar internacional, estos derechos fueron prácticamente ignorados, debido a que las prioridades obedecían fundamentalmente a las estrategias de consolidación y ampliación del poder en las respectivas áreas de influencia, sin importar del todo los métodos utilizados para conseguir dichos objetivos. Tal fue el caso de Guatemala y su política de tierra arrasada en los sesenta y setenta, en el contexto general de la política de contrainsurgencia que se extendió en toda América Latina.
Sin considerar los incipientes intentos instrumentados por el gobierno norteamericano del presidente Carter durante el periodo comprendido entre 1976 y 1980, de incluir en las relaciones bilaterales el respeto a los derechos humanos, no fue sino hasta épocas posteriores cuando las condiciones se volvieron propicias para retomar con mayor intensidad y consistencia el respeto a los derechos referidos.

Con la caída del muro de Berlín (término de la Guerra Fría) junto con los avances tecnológicos en materia de comunicación en el ámbito internacional y el proceso de globalización mundial emergente; los derechos humanos y el respeto a las diferentes etnias de cada país cobraron particular relevancia. Dentro de este contexto, distintos eventos inéditos aparecieron en el escenario. Entre otros, podríamos citar el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) dedicado al reconocimiento de los derechos y cultura de los pueblos indígenas, donde convoca a los países miembros a reconocerse como naciones multiétnicas y multiculturales con plena autonomía de sus pueblos bajo una sola soberanía de la nación; y el Tratado de Roma, impulsado por las Naciones Unidas en 1998, que crea el Tribunal Penal Permanente Internacional con jurisdicción universal para sancionar el genocidio y otros crímenes contra la humanidad. Sin embargo, el proceso de globalización económica, condicionado por políticas neoliberales, ha generado una mayor disparidad entre las naciones y una polaridad social magnificada al interior de cada uno de los países involucrados. En este sentido, a los países en vías de desarrollo, la globalización se impone con contradicciones irreconciliables: por una parte, se instrumenta una polítican económica que magnifica la ya instalada injusticia social y, por otra, se exige como parte de la modernidad, avances progresivos en materia de democracia política, es decir, cada vez participan más en política los excluidos en el ámbito económico.

En el caso particular de México, a partir de 1985 se sentaron las bases para un proceso de participación acelerada en la globalización. La nueva política económica centrada en la apertura comercial, el retraimiento del Estado y la supremacía del mercado, marcaron años de polarización social y de espejismos inventados, que mostraron su rostro verdadero en 1994. En el sureste mexicano, en el estado de Chiapas, el 1 de enero de ese año, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) se levanta en armas e irrumpe en el escenario nacional, con los reclamos ancestrales de los pueblos indígenas de México. El EZLN toma militarmente cuatro ciudades importantes del estado de Chiapas y declara no reconocer el gobierno ilegítimo de México, convoca a la sociedad civil a establecer un sistema auténticamente democrático, reclama los derechos postergados de los pueblos indígenas, y manifiesta su inconformidad con el recién firmado Tratado de Libre Comercio (TLC), por ser el instrumento que prometía a la sociedad mexicana el ingreso al primer mundo, pero que en la realidad, aumenta para la mayor parte de los mexicanos y, en particular para los pueblos indígenas, sus niveles de abandono y de pobreza.

La acelerada imposición del nuevo modelo económico, la profunda crisis de descomposición del régimen autoritario y manejos coyunturales muy desa- fortunados condujeron a una crisis económica a finales de 1994 y durante 1995, que marcaría la aceleración de la desarticulación del régimen. Con la instrumentación del nuevo modelo económico y la firma del TLC, el gobierno que iniciara su mandato en 1994, tras una crisis muy severa, proporcionó un impulso a la política de crecimiento basado en las exportaciones, debilitó el sistema de cadenas productivas, abandonó a su suerte al sector agropecuario, agudizó el deterioro de los niveles de vida de los sectores medios y populares, amplió la crisis educativa y asumió el rescate del sistema financiero que endeudó a las futuras generaciones de mexicanos con montos incuantificables. No es coincidencia que a partir de entonces los partidos de oposición hayan avanzado progresivamente en los comicios electorales. Para el periodo de las elecciones presidenciales y de las Cámaras de Diputados y de Senadores en el año 2000, el pueblo de México deseaba un cambio. Con el propósito de lograr presencia electoral, los partidos políticos en contienda se movieron hacia el centro y finalizaron con el voto mayoritario para el candidato del Partido Acción Nacional a la presidencia de la república y un voto dividido para las Cámaras del Congreso. La ubicación de la inmensa mayoría de los actores en el centro del ámbito político, los ha dejado a todos con cuestionables interlocutores. En este sentido, el EZLN, con su inequívoca posición radical, se ha convertido en el interlocutor válido de amplios sectores progresistas frente al gobierno.

En realidad, la política económica que busca instrumentar el nuevo gobierno es la misma del régimen anterior. Estrategias de mercadotecnia y esperanzas colectivas inconscientes han generado una vez más esperanzas ilusorias en la transición democrática. Por lo anterior, la marcha programada por el EZLN en febrero-marzo de 2000 desde Chiapas hasta el Distrito Federal, con el propósito de apoyar ante el Congreso las iniciativas de ley de la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA), propuestas en febrero de 1996 como resultado de los Acuerdos de San Andrés, abren el espacio político para la realización de diálogos ciertos entre interlocutores verdaderos.
Ciertamente, los Acuerdos de San Andrés y la propuesta de ley de la COCOPA constituyen una de las experiencias políticas más destacadas en el proceso de construcción de una auténtica democracia. En ese proceso se ha conformado una nueva cultura democrática donde las acciones del gobierno, plasmadas en la ley de la COCOPA, son el resultado de una amplia consulta, debates amplios y honestos entre los sectores involucrados.


En la coyuntura de cambio que se concretó el 2 de julio, un mérito insoslayable es la acción política del presidente Vicente Fox de enviar al Congreso la ley de la COCOPA para su discusión y aprobación. Un amplio consenso se ha generado ante esta acción. La legislación sobre los derechos de los pueblos indígenas es hoy uno de los aspectos centrales de la agenda nacional. La mayoría de los actores políticos y sociales han reconocido que la nación tiene una deuda social y pública con los pueblos indígenas. Hoy se hablan 62 lenguas y existen 64 etnias indígenas con una población de 10.5 millones en México. En ese sentido se ha abierto una coyuntura especial en donde todo el país está convocado a participar en la responsabilidad de hacer justicia a los pueblos originarios de México, a vivir en la diversidad reconociendo al otro y defender el principio de participar en la
sociedad con derechos y oportunidades iguales.

El centro de la iniciativa de la ley de la COCOPA es el reconocimiento de los pueblos indígenas, de sus usos y costumbres mediante el ejercicio de la autonomía, así como su aceptación como figura colectiva con personalidad jurídica. Esto significa, para los mexicanos, vincularse a los cambios de mentalidad que las nuevas tendencias internacionales están construyendo, impulsados por los decretos de las Naciones Unidas y a los que México se sumó al firmar el Convenio 169 de la OIT y al concretar en 1992 una reforma constitucional al artículo 4° donde quedó establecido que: “La nación mexicana tiene una composición pluricultural sustentada originalmente es sus pueblos indígenas” y tiene por “objeto proteger y promover el desarrollo de sus lenguas, culturas, usos, costumbres, recursos y formas específicas de organización social de los pueblos indígenas; garantizando a sus integrantes el efectivo acceso a la jurisdicción del Estado”. Es decir, la sociedad está convocada a abandonar el viejo concepto del Estado mexicano. Ésta es una actualización colectiva prioritaria para el fortalecimiento de la democracia.

La transición democrática de un sistema autoritario a un sistema democrático implica una transformación sustancial por medios pacíficos, legales e institucionales de nuevas acciones y mentalidades con base en el establecimiento de acuerdos y pactos entre todos los participantes en el proceso. El 2 de julio del 2000 asignó triunfos electorales que habrán de constituirse en estructuras reales de poder. El reclamo del EZLN es el reclamo de la justicia social y el rechazo a las políticas económicas que amplían y profundizan esa condición. Desde el México ancestral nos decimos a nosotros mismos que una política económica que aumenta las polaridades sociales y regionales es contraria a todo esfuerzo de modernización. Avanzar hacia un régimen democrático que opere con justicia y equidad es el gran reto de nuestro tiempo.


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