La
relación que se había iniciado en el siglo
XIX y se estableció a lo largo del siglo XX entre
la ciencia y la sociedad
se caracterizada por un reconocimiento explícito
del papel positivo y progresista de la ciencia en el desarrollo
de la humanidad. A la ciencia, al conocimiento, no sólo
se le otorgaba un valor trascendente en sí mismo,
sino lo más importante, a través de su aplicación
tecnológica, la capacidad de mejorar la vida del
ser humano, de transformar la sociedad y el futuro de
la civilización en el planeta. Estas actitudes
y sentimientos tanto de las personas como de los políticos
e intelectuales favorecieron la corriente de opinión
de fomentar el desarrollo científico y tecnológico,
y la decisión de aplicar crecientes recursos económicos
fueron canalizados a través de políticas
públicas y privadas al desarrollo de la investigación
teórica y aplicada.
Esta política institucional obtuvo resultados muy
positivos después de la segunda guerra mundial
donde todas las innovaciones tecnológicas que se
desarrollaron durante la guerra en el campo de la microelectrónica
fueron posteriormente aplicadas a todos los sectores de
la industria, a la medicina, a los medios de comunicación,
a la cibernética y demás campos de conocimiento,
que caracterizan el mundo de alta tecnología en
el que actualmente vivimos. El extraordinario desarrollo
económico de la posguerra, la creación y
proliferación de las instituciones creadas por
el Estado del bienestar y el acelerado crecimiento del
mercado interno -permitieron mejores niveles de vida de
la población en su aspecto integral- confirmaron
esas creencias, esos sentimientos de que la ciencia está
al servicio del desarrollo de la civilización de
la humanidad.
Sin embargo, las diferencias políticas y económicas
de la posguerra generaron el enfrentamiento entre los
dos bloques mundiales que polarizaban al mundo entre el
capitalismo y el socialismo y que, desembocaron en el
periodo conocido como la Guerra Fría. En él,
la ciencia y la tecnología pasaron a formar parte
importante de las estrategias de enfrentamiento y mostraron
de esa manera, simultáneamente, el mutuo poder
destructivo, real y potencial, que las innovaciones tecnológicas
podrían representar de manera creciente en el campo
de la industria armamentista.
Esta prolongada situación (aproximadamente cuarenta
años) y otros infortunios, poco a poco han ido
cuestionando esta visión de que la ciencia y la
tecnología son fuerzas predominantemente positivas
y han surgido muchas dudas y miedos en torno a si es acertado
apoyar el desarrollo de laciencia teórica y aplicada.
Dentro
de este contexto histórico mundial, uno de ellos,
como lo señala Gerald Holton, lo constituyó
la guerra de Vietnam, donde se dio un sentimiento de frustración
generalizado por todas partes del mundo, al constatar
el uso sofisticado de la tecnología en una guerra
impopular, injusta y sin esperanzas; pero sobre todo,
porque el fundamento implicado era que la ciencia finalmente
permitía que este tipo de tecnología de
guerra existiera.
Posteriormente,
en la década de los ochenta surge una tremenda
revolución ideológica que revierte el curso
de la historia y que esta relacionada con la Crisis del
Estado del Bienestar y que fue impulsada durante los gobiernos
de Ronald Reagan en los Estados Unidos y de Margaret Thatcher
en el Reino Unido para extenderse progresivamente al resto
de los países. Si bien, el Estado del Bienestar
surgió ante el reconocimiento del funcionamiento
imperfecto del mercado y la necesidad de la intervención
del Estado para regular los ajustes entre la producción
y el consumo; el pensamiento conservador emergente, el
neoliberalismo, representado por dichos gobiernos proclamaba
justamente lo contrario: la supremacía de los mercados
y, en consecuencia, el adelgazamiento del Estado del bienestar.
El impacto inmediato fue que todas las instituciones y
los contratos de bienestar social fueron poco a poco reestructurados
disminuyendo los derechos y prestaciones sociales de la
mayoría de la población.
Dentro de una cronología simultánea, con
la caída del muro de Berlín y la desaparición
de la ex Unión Soviética, se constituye
una enorme concentración unipolar en torno a los
Estados Unidos, que permite la generalización de
su concepción del mundo, su filosofía
del mercado y el predominio de sus intereses.
Este
viraje ideológico ha sido de gran impacto sobre
la ciencia en general y en lo particular sobre las ciencias
sociales y las humanidades. La ubicación del mercado
en el centro de definición de las estrategias económicas,
la creencia en su óptimo funcionamiento si se le
deja actuar sin intervención institucional; han
ido despojando a la ciencia de su contenido humano, de
su verdadera sustancia. ¿Qué sentido tiene
estudiar la historia, la sociología o la antropología,
si la actividad última de la sociedad está
reducida al mercado, si éste no tiene supuestamente
imperfecciones que corregir y su funcionamiento nos conduce
a óptimas realidades? ¿Qué sentido
tiene estudiar la ecología, si el mercado define
cual es la mejor manera de producir? ¿Para que
destinar recursos a la ciencia?
Las
ciencias sociales, circunstancialmente ignoradas en estos
años, se encuentran en una etapa de desencuentro
con la sociedad a la que pertenecen. Por un lado, las
instituciones de bienestar social han sido adelgazadas
y con ello el nivel de vida de la población. En
consecuencia -se dice- no es cierto que la ciencia signifique
más salud, educación para todos, mejor vida,
más cultura, opciones de libertad. Por el otro
lado, el pensamiento conservador neoliberal, que otorga
al mercado la conducción de la política
económica no requie re, como gobernantes a estadistas
o políticos de mayor cultura, pues resulta suficiente
que sean administradores.
Si
bien la ciencia y la tecnología no han tenido implicaciones
éticas en si mismas, pues es su específica
aplicación por los seres humanos lo que así
la determina, durante los últimos años ha
sido desacreditada por razones ideológicas. La
política forma parte de las ciencias sociales y
los políticos, hoy cada vez más apartados
del conocimiento social, han violentado los derechos humanos
y sociales, y con ello, han inducido en su descrédito
a la ciencia y sus vínculos positivos con la sociedad.
Consecuentemente,
esta trivialización de lo sustancial; es decir,
si el rigor del pensamiento científico no es útil,
y si lo que realmente importa es el mercado, no debe de
extrañarnos entonces el debilitamiento de la ciencia
en general y en particular de los campos de conocimiento
como las matemáticas, la física, la química,
la filosofía, la economía, la sociología,
la antropología, la psicología por mencionar
sólo algunos y, por el contrario, la gran proliferación
de otros como administración, mercadotecnia, comunicación,
relaciones internacionales, finanzas internacionales,
comercio internacional, entre otras. Si perdemos la sustancia
y nos quedamos en lo operativo, tendremos la capacidad
de administrar el campo de las interacciones económicas
y comerciales, de describirlas, con el costo enorme de
perder en el camino, la convivencia social pacífica,
y la posibilidad de construir una sociedad más
justa y humana. Es la ciencia teórica y aplicada,
lo que permite el análisis, el diagnóstico
y la predicción científica de los acontecimientos.
Es
por ello, que este desencuentro entre la ciencia y la
sociedad que aparece a finales del siglo XX nos coloca
en una circunstancia muy delicada. La ciencia -sostienen
varios pensadores- debe reposicionarse y buscar un nuevo
encuentro, tanto entre las ciencias naturales y las ciencias
sociales y humanísticas como con la sociedad. Un
esfuerzo decidido entre científicos de las ciencias
naturales, las ciencias sociales y las humanidades deberá
fructificar en la creación y fortalecimiento de
campos de conocimiento en las fronteras de las especialidades.
Todas las diferentes disciplinas deberán estar
incluidas: la biología y la sociología;
la economía y la física; la psicología
y la medicina, etcétera, para participar en un
enfoque integral multidisciplinario. El diálogo
entre los científicos de las ciencias naturales,
sociales y humanísticas es fundamental en este
reencuentro entre ciencia y sociedad.
Sólo así se podrá superar la visión
estrecha que en los últimos años se ha tenido
sobre el desarrollo como resultado de las actividades
de inversión, producción y consumo. Y replantearnos
una visión más amplia que entienda al desarrollo
como un espacio de construcción integral donde
el conocimiento científico participa por igual
en todos los campos de conocimiento en la formación
de la cultura como parámetro fundamental que determina
la interacción social.
En
el Informe de la Comisión Mundial de Cultura y
Desarrollo de las Naciones Unidas, titulado Nuestra Diversidad
Creativa se sostiene que el desarrollo comprende
no sólo el acceso a los bienes y servicios, sino
también la oportunidad de elegir un modo de vida
colectivo que sea pleno, satisfactorio, valioso y valorado,
en el que florezca la existencia humana en todas sus formas
y en su integridad. Es decir, se trata de concebir
el desarrollo como resultado de una visión cultural
que determina la manera de producir y de organizarnos
socialmente.
Bajo esta visión, que implica una creciente participación
de los ciudadanos en la construcción de sus instituciones,
es importante retomar lo que en muchas ocasiones repitió
Pierre Bordieu acerca de los políticos, en el sentido
de que en el mundo complejo que hoy vivimos, quienes dirigen
los gobiernos de los países deberían ser
personas estudiosas, que conozcan los debates científicos
y la información estadística que muestran
los hechos para el mejor desempeño en la conducción
política de las naciones.
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